6 mar 2011

Estatuas en la Rambla de Barcelona


Cariátides

Hace unos años, paseando por la Rambla con mis hijos, nos acercamos a una estatua humana disfrazada de gorila. Por su tamaño parecía un macho alfa, de espalda plateada y gran corpulencia, reproducción casi perfecta de un ejemplar de las montañas de Virunga en África Oriental. Mi hijo de tres años se acercó sigilosamente y ante la sorpresa de los presentes trepó, como si se tratara de una pequeña cría de simio, hasta la altura de su cabeza. Por un momento, los papeles se cambiaron y recordé a King Kong trepando por el Empire State hasta la coronación del mismo. En las alturas, mi pequeño mono, pellizco temerariamente la nariz del gran primate, para comprobar que estaba vivo. El gorila, animal salvaje en esencia, lejos de devolverle un revés de izquierdas, hizo honor a su condición de estatua y ni se inmuto, lo que provocó mi absoluta admiración y la del coro de gente que rodeaba su presencia.

Años después, vuelvo de paseo por la Rambla con mis hijos. El pequeño, de cuatro años, se acerca por el flanco derecho a una estatua en la que aparece un señor vestido y maquillado completamente de verde esmeralda, subido a una de esas bicicletas antiguas de rueda delantera gigante. Ante la peligrosa e inquietante aproximación de mi hijo observo como los ojos de la estatua se mueven súbitamente. Los globos oculares blancos, que destacan en el conjunto, empiezan a vibrar agitados por su presencia. Mi hijo lanza una moneda al cuenco habilitado y entonces la estatua resucita y adquiere vida. De entrada lanza un bocinazo que espanta hasta al más sordo y acto seguido se pone a pedalear, con la energía de un ciclista clemburetizado, con un frenesí que ni Alberto Contador subiendo un puerto de montaña. Juro que en ese instante, si la bicicleta se desengancha de la peana, este señor se estampa en la fachada  de enfrente y queda adherido como un adhesivo, llevándose por delante a mi hijo, a los transeuntes obnubilados y a la pareja de guardias urbanos, creo que no son estatuas, disfrutando del sol de invierno en domingo.

Parece ser que el Ayuntamiento quiere realizar un proceso de selección para decidir que esculturas se exhiben. Los interesados deberán acreditar haber cursado arte dramático. De entrada, no se si sobran las estatuas humanas, ni cuantas han situarse por turnos a lado y lado de la Rambla. Tengo claro, por una parte, que cualquiera tiene derecho a ganarse el pan o a vivir el drama de su vida como mejor le venga en gana, mientras no se perjudique a terceros, y para ello no se necesita acreditar ningún tipo de arte. Por otra, para ser coherentes, las estatuas tendrían que ser fieles a su propia condición de estatua, y es la de mantenerse en un rigor mortis marmóreo. El mérito de estas obras escultóricas vivientes es la mostrarse como las Cariátides del Erecteión de la Acrópolis ateniense, es decir, de sostenerse completamente estáticas o inmóviles mientras están presentes.

Como el nivel estético, altísimo por otra parte, es similar propongo una selección en función de la capacidad de petrificación de los interesados, en aras de recuperar la esencia de la escultura. Luchar con vehemencia jornadas completas, día tras día, contra lluvia, viento, nieve o cualquier otra inclemencia y los que aguanten se quedan. Para aligerar el esfuerzo no sería necesario soportar un entablamento descansando sobre sus cabezas.

Para estatuas con vida, con doctorados en arte dramático, especialistas en desarrollar actividades circenses, ya tenemos a la clase política demostrando sus aptitudes en los púlpitos de parlamentos y congresos.

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